Adam
era un amante de la plastilina. Le gustaba tanto que casi podría
considerarse una obsesión. Vivía en un mundo utópico y mágico, él
creaba todos los personajes. Los moldeaba cada día según su estado
de ánimo. Sophie era su querida dama de honor. Con una larga melena
rubia y los ojos tristes. Era el prototipo de chica con quien siempre
había soñado. Nunca envejecía, y si alguna vez se le caía un
pelo, él se lo volvía a colocar con cura en su sitio.
Odiaba
su trabajo, pero compró más plastilina para construirse un precioso
Mercedes que lo llevaba cada día a la oficina, y así poder
sorprender a los cretinos de sus compañeros. No tenía dinero para
cambiarse esa horrible corbata que quedaba tan mal combinada con el
único traje que tenía, de modo, que la quemó y se pintó una de
nueva.
Su
casa era fea y pequeña, así que empezó a moldearla con sus manos,
hasta que se convirtió en un maravilloso chalet, delante de una
playa desierta. Se limpió los restos de plastilina y entró. Todo
era tan perfecto dentro.
Tampoco
tenía amigos, pero los dibujó. Todos eran personas ejemplares, con
una enorme clase. Dignos de admirar. Se sentía tan orgulloso de
ellos, que siempre quería que los vieran juntos. Que vida tan
miserable tiene el resto del mundo, y que afortunado que soy,
pensaba. Nadie le enojaba, ni le decepcionaba, era una persona
importante y respetada en su mundo. En cambio los del otro mundo,
vivían una vida inestable, vestían esa ropa tan horrible y
conducían coches antiguos y pasados de moda. Que desgraciados que
son- Decía cuando los veía.
Un
día de invierno, se sentía aburrido, y le apetecía bañarse en una
enorme piscina climatizada, pero se dio cuenta que aún no había
construido ninguna, de forma que salió de su mundo para ir a comprar
más plastilina. Entro a la tienda y presenció algo que le cautivó.
El vendedor, estaba hablando con uno de sus clientes, su voz
transmitía una enorme tranquilidad. Podría haberse pasado todo el
día escuchándole. Finalmente se despidieron, y el vendedor le dió
un tierno abrazo. La intensidad del saludo fue tan sincera, que una
aura envolvió todo el entorno, y Adam pudo sentir la energía que
desprendieron los dos amigos. Se quedó tan encantado por aquel
gesto, que de vuelta a casa, no podía dejar de pensar en ello. A
causa de esto, decidió construir lo que había visto con la
plastilina que compró. Se pasó horas y horas intentándolo, pero
fue incapaz de conseguirlo, y entristeció, quiso refugiarse en
alguno de los elementos de su mundo. Condujo con su precioso Mercedes
hasta la playa y observó la puesta de Sol, pero seguía
insatisfecho, y visitó a su querida, pero ella tampoco fue capaz de
consolarlo. Así que la destruyó, la hizo pedazos. Repitió el mismo
gesto con el resto de su mundo de dibujos, pintura y plastilina,
hasta que solo quedó una pequeña montaña de residuos de colores, y
salió al exterior. Buscó la tienda de plastilina, entró y sin
decir nada abrazó al vendedor. Nunca había sentido algo tan real.
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