La melodía que salía de aquella ventana contrastaba con la tormenta que se avecinaba.
Aquella tarde salí a pasear como de costumbre. Soy un hombre de rutinas, me ayudan a focalizar mi atención, clarificar mis ideas y atenuar mis miedos.
Me guiaba por mi intuición, a donde me llevara mi subconsciente.
Mi casa queda un poco alejada del pueblo, cerca del valle. Me gusta la tranquilidad y la quietud que se respira aquí.
Era una tarde nublada y fría, un verdadero día de otoño. Podía predecir que la lluvía llegaría pronto, y daría aún más intensidad a los colores cálidos y a este sentimiento de melancolía tan típicos de la estación.
Aunque llevaba tiempo viviendo allí, cada vez que salía descubría nuevos elementos en el paisaje. Era cambiante como mis emociones.
Seguí por la ruta que me marcaba mi subconsciente, que siempre encontraba lo que necesitaba, acorde con mi estado anímico.
Cerca de una pradera, encontré un sendero estrecho, con una ligera pendiente. No me acordaba de haber pasado antes por allí.
Mis sentidos se empezaron a agudizar a medida que iba avanzando. El viento traía una bella melodía, venía de lejos, pero mis pies no se detenían. Avanzaban hacia el origen de aquella música.
A medida que me iba acercando, las nubes se iban volviendo cada vez más oscuras. La lluvia ya había llegado e iba acompañada de una tormenta. Debía buscar un refugio pero mis pies no podían parar. Querían averiguar de dónde salía aquella melodía.
A lo lejos divisé una cabaña, solitaria en medio de la pradera. La canción salía de la única ventana que tenía aquella construcción. Contrastaba con la tormenta que se avecinaba. Era bella y relajante. La más bonita que había escuchado nunca.
Corrí para llegar antes que me alcanzara la tormenta. Pero me llevé una gran decepción al averiguar que no tenía tejado. Eran cuatro paredes con una ventana y una puerta.
Empezó a llover a cántaros, y la melodía me empujaba dentro de la cabaña. Era muy pequeña, solo cabían dos personas.
La melodía empezó a penetrar en mi mente y a relajar mis músculos y emociones. Me impregné del poder de cada una de las notas que emitía aquella cabaña. Me sorprendió que a pesar de no tener tejado no estaba mojando dentro de la cabaña. ¿Cómo era posible? Salí, para comprobar que estuviera lloviendo de verdad, y quedé empapado al cabo de diez segundos. Volví a entrar y mientras la melodía entraba de nuevo por mis oídos y se alineaba con todos mis sentidos no me cayó ni una gota. Estaba a salvo allí, y la música era mi refugio. También para mis miedos y ansiedades. Lo relativizaba todo y me recordaba porque debía seguir luchando por conseguir mi mejor versión.
Me quedé allí hasta que pasó la tormenta, y volví a casa por el mismo camino, todavía hechizado por el efecto de la melodía, anhelando la llegada de un nuevo día, impaciente por descubrir la próxima sorpresa que me depararía el mundo.