El pastelero se levantó a las 4:30 como todos los días. Llevaba una vida rutinaria y mecánica, como el movimiento de las agujas del reloj. Escrupulosamente ordenada, hasta tal punto que casi le aborrecía.
Era el cumpleaños de su esposa, y quería prepararle su pastel favorito.
Lo primero que hacía, sin excepción al levantarse, era abrir la ventana unos pocos centímetros, acercar su nariz al exterior, y dejar que el viento le llevara los diferentes aromas que se mezclaban en el entorno.
Ese procedimiento era mejor que leer el periódico. El olor de los seres vivos nunca mentía. Podía distinguir si los árboles estaban molestos o si los pájaros se sentían nerviosos. Incluso percibía el miedo o la felicidad de algunos humanos por medio de su olfato privilegiado. Conocía el mundo a través de los rincones más recónditos de su nariz.
Pero aquel día, al abrir la ventana, se dió cuenta que algo no iba como debía. Afinó su olfato, pero fue incapaz de percibir nada.
Qué extraño, pensó. ¿Habría perdido su sentido más preciado, el que había heredado de su abuelo? O quizás se había parado el mundo, como un reloj al que se le acaba la cuerda.
Bajó las escaleras con cuidado, se puso el chaquetón, y salió al exterior, hacía un frío terrible, incluso los árboles de su jardín tiritaban y el aire que se percibía era tenso.
Cómo era habitual a aquellas horas de la madrugada nadie corría por la calle.
Andaba sin rumbo, a donde le llevara su instinto. A cierta edad se vuelve infalible, y más aún en las situaciones complicadas.
Todavía era incapaz de percibir los olores, ni tampoco se escuchaban los cánticos matutinos de los pájaros al despertar. Se había extinguido cualquier señal de vida, como si un huracán se los hubiera llevado a algún lugar remoto.
Se detuvo delante de la estación de correos, de repente advirtió un olor muy leve, que procedía de algún lugar lejano. Su nariz se tornó puntiaguda, como un cuchillo recién afilado, y avanzó mecánicamente hacia el origen del aroma. Tenía la sensación que su cuerpo se movía solo, como si fuera una marioneta, alguien le estaba dando órdenes a sus piernas de avanzar en esta dirección.
Si su orientación no le engañaba, se estaba dirigiendo al bosque donde él y su mujer habían pasado tantas tardes. Allí había descubierto muchos olores, era un placer para la nariz sentirse cobijado unos minutos por aquellos árboles, y disfrutar de la fauna.
El aroma era cada vez más fuerte. Olía a tristeza y melancolía. Sus piernas pesaban cada vez más, a medida que se iba acercando al origen.
Se detuvo delante una fábrica recién construida, con sus chimeneas, expulsando humo como locomotoras de tren. El hedor era muy fuerte. -¿Dónde estaba el bosque?- Se preguntó. Afinó su nariz un poco más y lo comprendió todo. Lo habían talado, para construir aquel edificio.
Alrededor quedaban los restos de algunos árboles, y algún pájaro que planeaba bajo lamentando la pérdida de sus compañeros más preciados.
Una sensación de terror e impotencia le invadió.
Los humanos somos unos egoístas. No entendemos nada de este mundo, ni tenemos respeto por la naturaleza.
Quería irse, no le apetecía seguir contemplando aquel desastre, pero notó una fuerza desconocida que le retenía. El olor más bueno que había sentido jamás, se colaba entre la melancolía y tristeza del entorno, como el primer rayo de Sol, al entrar por la ventana de una habitación.
Se dirigió hacia allí, con pasos firmes y precisos.
Un álamo pequeño se erguía detrás de la fábrica. No lo habían cortado. Era demasiado joven aún. Desprendía un profundo olor a vitalidad, bondad y amor.
El pastelero se acercó, frotó una de las hojas con delicadeza, sacó su pequeño frasco del bolsillo, metió una pequeña muestra de aquel aroma, y volvió a casa. Se había inspirado en una nueva receta.
Empezó a trabajar en el pastel de cumpleaños. Utilizó todos los ingredientes que tanto le gustaban a su esposa, y cuando terminó, sacó el frasco, y derramó un par de gotas del aroma extraído del álamo.
Desde la muerte de su mujer, en su cumpleaños se sentaba en la mesa, visualizaba su rostro y su sonrisa. Ponía dos platos, cortaba un par de pedazos, y degustaba el pastel en solitario.
Este año, fue diferente, las gotas de perfume que le había puesto, le daban una vitalidad especial.
A partir de ahora, le pondría un par de gotas a cada uno de sus pasteles, para que todos sus clientes se impregnaran de ese olor tan maravilloso.
No podría cambiar el mundo entero, pero al menos podría cambiar su pequeño mundo interior.