He perdido la cuenta de las noches en que escribí tonterías sin sentido. Durante el tiempo que dormí en la deriva, mi alma solía mutar hasta pacificar la tensión interna.
Cuentos chinos y excusas baratas, con el fin de no salir de la cueva.
Mi monje interior seguía meditando solo, dentro del monasterio, con la capucha puesta y aislado de los demás. Su mente recorría un círculo vicioso que se repetía cada vez que se encerraba en la biblioteca y refugiaba su roto corazón en unos libros que había leído quinientas veces.
Limpiaba todo el desorden que se concentraba a su alrededor, para que unas horas después, todo volviera a ser un caos. Aquello representaba su vida, su frustración, y su fracaso en el crecimiento personal. No entendía que era lo que estaba fallando, ni comprendía cuáles eran los errores que estaba cometiendo. Se dió cuenta que no podía dejar de pensar en ella. Que su rostro se le aparecía numerosas veces en la mente mientras practicaba sus devotas actividades.
Sanó su tristeza comiendo unos cuantos dulces y cucherias. Pero se percató que en los últimos meses había engordado demasiado, y que quizás esta era la razón, por la cual se sentía tan fatigado cuando hacía sus rutinarios ejercicios de yoga.
Se levantó de la silla con pesadez en el estómago y se acercó al espejo de la habitación, se miró de perfil, y luego se giró con cuidado hasta que pudo ver la tristeza reflejada en su rostro. Se quitó la capucha y pasó su mano por el poco pelo que había en su cabeza, se desposó de la túnica que vestía y la guardó en una caja de cartón. Buscó en el armario alguno de sus antiguos trajes, y eligió el que creyó que le quedaba mejor. Luego se sacó estas horribles sandalias marrones, y se calzó sus viejos mocasines. Antes de salir de la habitación, cargó con los ropajes de monje a su espalda, la llevó hasta la chimenea, la arrojó dentro, avivando el fuego que aún quemaba de la noche anterior y abandonó el monasterio, observando el amanecer de un nuevo día en la ciudad del viento.
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