lunes, 30 de enero de 2017

El monje infeliz

He perdido la cuenta de las noches en que escribí tonterías sin sentido. Durante el tiempo que dormí en la deriva, mi alma solía mutar hasta pacificar la tensión interna.
Cuentos chinos y excusas baratas, con el fin de no salir de la cueva.
Mi monje interior seguía meditando solo, dentro del monasterio, con la capucha puesta y aislado de los demás. Su mente recorría un círculo vicioso que se repetía cada vez que se encerraba en la biblioteca y refugiaba su roto corazón en unos libros que había leído quinientas veces.
Limpiaba todo el desorden que se concentraba a su alrededor, para que unas horas después, todo volviera a ser un caos. Aquello representaba su vida, su frustración, y su fracaso en el crecimiento personal. No entendía que era lo que estaba fallando, ni comprendía cuáles eran los errores que estaba cometiendo. Se dió cuenta que no podía dejar de pensar en ella. Que su rostro se le aparecía numerosas veces en la mente mientras practicaba sus devotas actividades.
Sanó su tristeza comiendo unos cuantos dulces y cucherias. Pero se percató que en los últimos meses había engordado demasiado, y que quizás esta era la razón, por la cual se sentía tan fatigado cuando hacía sus rutinarios ejercicios de yoga.
Se levantó de la silla con pesadez en el estómago y se acercó al espejo de la habitación, se miró de perfil, y luego se giró con cuidado hasta que pudo ver la tristeza reflejada en su rostro. Se quitó la capucha y pasó su mano por el poco pelo que había en su cabeza,  se desposó de la túnica que vestía y la guardó en una caja de cartón. Buscó en el armario alguno de sus antiguos trajes, y eligió el que creyó que le quedaba mejor. Luego se sacó estas horribles sandalias marrones, y se calzó sus viejos mocasines. Antes de salir de la habitación, cargó con los ropajes de monje a su espalda, la llevó hasta la chimenea,  la arrojó dentro, avivando el fuego que aún quemaba de la noche anterior y abandonó el monasterio, observando el amanecer de un nuevo día en la ciudad del viento.  

domingo, 22 de enero de 2017

Un tren hacia la eternidad

Dentro de este vagón desgrano el tiempo. Segundo a segundo, recuerdo a recuerdo. Un largo viaje, que cruza las montañas. Ha llegado el otoño y los árboles pintan un maravilloso cuadro en el bosque. Las hojas caen, y cubren las vías.
Nos preocupamos demasiado del tiempo, lo medimos escrupulosamente y planeamos hasta el último minuto de nuestras vidas.
Todos los pasajeros se han bajado en las estaciones anteriores, pero yo sigo adentrándome en este entorno desconocido. Desafiando el mal estado de los raíles que me conducen a la cima.
Paro mi reloj a las 17:03, me libro de todas las ataduras y decido no volver a tener prisa. Avanzar al son de la vida, y compaginar mi respiración con los latidos de mi corazón. Andar descalzo por la arena mojada, y darme cuenta del calor que desprende la tierra en su interior. No me importa el momento en que llegue a la cima, sino el grado de satisfacción que obtenga en conseguirlo. Veo cómo anochece, y desde mi ventana empiezo a contar las estrellas que hay en el cielo, hasta que me distraigo en mis propios pensamientos y me pierdo. Me rió de lo absurdo que es llevar la cuenta de la vida. Y de lo preocupados que estamos en seguir siempre una rutina.
Comprendo la presencia del amor, bailando con mi soledad, apreciando el pequeño momento de paz en mi interior y la tranquilidad del lugar. Esta en todos sitios, solo necesitas imaginártelo, creerte lo, y él siempre aparece de la nada y te acaricia.
Una dulce melodía resuena por todo el vagón, y mi asiento empieza a vibrar. Se aproxima el momento, presiento que estoy cerca de la eternidad. Mis sentidos se agudizan, y me siento cada vez más relajado. Me doy cuenta que las vías del tren terminarán pronto, y luego nos precipitaremos en el abismo. Saco mi pequeña cajita del bolsillo, y la froto un poco con mi mano. Allí guardo todos los grandes momentos de mi vida. Mis mejores recuerdos, y las almas de las personas con las que he crecido. El tren descarrila, nadie trata de pararlo. Vamos a caer. Ajusto el cuello de mi camisa, abro los brazos, y me pongo cómodo. Disfruto de los rayos de Sol que se cuelan por mi ventana. Las puertas se abren, dejando paso a aire fresco y puro. Inspiro con fuerza, luego expiro lentamente. El tren cae al agua, y siento el tacto del agua fría, en mi cuerpo, y finalmente veo la luz al fondo de océano. Allí todo el dolor que había sufrido se convierte en belleza, en algo muy preciado y agradable, como un estado mental superior. Los pensamientos restan tranquilos y el alma sonríe. Cierro mis ojos, y me sumerjo en el placer del momento.